Introducción
Desde el ámbito universitario se construyen juicios idílicos sobre espacios aparentemente ajenos a las realidades que los especialistas académicos y los estudiantes de ciencias sociales nos enfrascamos en idealizar. A su vez, contribuimos directa e indirectamente a perpetuar suposiciones que, desde la teoría —muchas veces anacrónica—, establecen ideas utópicas sobre el campo, la selva y otros espacios que, si bien en los hechos pueden ser no tan lejanos, se encuentran distantes de nuestra realidad inmediata. Cuando el estudiante o el académico visitan estos espacios se enfrentan directamente a una realidad más compleja y diversa de la señalada por los textos a partir de los cuales construyeron un imaginario, en la que estos pueblos permanecen en una narrativa frontalmente contrahegemónica.
Cuando nos aproximamos a estas realidades de manera más vivencial, observamos que los modos de vida de los otros están determinados por laberínticas redes en las que se identifican formas y prácticas disruptivas con las formas de acumulación convencionales; a la vez, en los territorios que considerábamos prístinos o alternos al sistema dominante constatamos la persistencia de ejercicios y de prácticas propios del orden capitalista. Así, en el contacto con los mismos se desarrolla una visión que complejiza este intercambio de relaciones y la intrincada realidad que prima en los espacios denominados “otros”; el campo, la selva, los espacios urbanos marginados son escenario de relaciones no convencionales y de praxis que no encajan homogéneamente en los esquemas académicos.
Este capítulo constituye un ejercicio especialmente complejo, en la medida que involucra dos investigaciones desarrolladas en tiempos similares, aunque con propósitos aparentemente diferentes, en espacios que parecieran ser resultado de una experiencia y construcción histórica disímil, si bien son emparejados por mecanismos y procesos a partir de los que ambos bloques culturales constituyen experiencias de resistencia al proyecto hegemónico capitalista. Por lo tanto, aquí nos proponemos desarrollar una reflexión sobre elementos puntuales de las formas de vida y de trabajo de las comunidades indígenas de la región andina y de la Amazonía, a la vez que intentamos rescatar las particularidades de la vida en estos territorios.
El trabajo desde el mundo moderno
Teniendo en consideración las construcciones sociales, políticas, económicas y culturales desde las que se establecen las teorías dominantes en las ciencias sociales, el horizonte occidental se erige como el punto de partida de las reflexiones académicas. Al abordar el tema del trabajo podemos identificar numerosas reflexiones a las cuales podemos realizar una crítica puntual. Sin embargo, no podemos dejar de lado el hecho de que esta ética del trabajo se hizo prácticamente dominante en el mundo una vez sentadas las bases del sistema capitalista mundial.
Así, para establecer un punto crítico tendríamos que partir de los autores clásicos del mundo moderno —entendiendo, desde luego, que el objetivo de este capítulo no es generar una revisión progresiva y lineal de la noción de trabajo— y, a su vez, contraponerlo con la categoría de trabajo indígena (trabajo comunitario) elaborada desde América Latina. No obstante, consideramos fundamental retomar algunos elementos cruciales de la teoría clásica de las ciencias sociales para, desde ahí, generar un diálogo entre ambos procesos. Para el abordaje de estos elementos tendremos que partir, necesariamente, de la Revolución industrial y de los autores que reflexionaron sobre las nociones de trabajo desde este periodo hasta la actualidad; en términos generales, el trabajo quedará enmarcado como el elemento dinamizador de la generación de riqueza.
Iniciamos esta discusión con Adam Smith (1992), quien en su texto la Sobre la riqueza de las naciones estableció que el crecimiento económico se deriva de la división del trabajo, destacando la importancia del mercado ante la necesidad de generar un orden económico (natural). Al respecto, Smith señaló que “el producto íntegro del trabajo pertenece al trabajador, y la cantidad de trabajo comúnmente empleado en adquirir o producir una mercancía es la única circunstancia que puede regular la cantidad de trabajo ajeno que con ella se puede adquirir, permutar o disponer” (Smith, 1992: 47). Podemos decir que, a partir de entonces, el paradigma moderno circunscribió el trabajo únicamente al orden económico, considerándolo un bien de cambio que ha funcionado desde entonces hasta la actualidad. Algunos autores, como David Ricardo, asumen que el trabajo es el que determina el valor de la mercancía, ya que, “al igual que Smith, concebía al trabajo como una mercancía y, a su vez, el trabajo determinaba el valor de cambio de acuerdo con la cantidad de trabajo invertido en la producción, de ahí que el trabajo era visto como origen y medida de valor” (Bencomo, 2008: 36).
Ambas visiones son producto de la necesidad de entender al trabajo como parte del mundo moderno y como un espacio homogéneo entre todos los seres humanos. En este sentido —incluso— la visión crítica de Karl Marx, quien profundiza en su visión del trabajo como facultad exclusiva del ser humano, no deja de percibir el carácter de mercancía del mismo. Al respecto del trabajo Marx señala lo siguiente:
El trabajo es, ante todo, un proceso entre el hombre y la naturaleza, proceso en que el primero lleva a cabo, regula y controla mediante sus propios actos el intercambio de materias con la segunda. El mismo hombre se enfrenta a la materia natural como una fuerza de la naturaleza. Pone en acción brazos y piernas, cabezas y manos, para apropiarse la materia natural bajo una forma útil para el fin que persigue. Y, al actuar así sobre la naturaleza exterior a él y modificarla, modifica al propio tiempo su propia naturaleza. Desarrolla las potencias latentes en ella y somete el juego de fuerzas a ella inherentes a su propio dominio. No estamos aquí antes las formas primarias, animales e instintivas, del trabajo. El trabajador que se presenta en el mercado de mercancías como vendedor de su fuerza de halla ya muy por encima de aquel estado de cosas primitivo en que el trabajo humano no se había despojado aún de su forma instintiva (Marx, 2014: 162).
En Occidente, el desarrollo de las ciencias sociales (particularmente de la sociología) llevó a problematizar algunos elementos que colocaban al trabajo, según Émile Durkheim, como un hecho social, fundamentalmente al distinguir la solidaridad mecánica y la solidaridad orgánica:
Las personas que forman las sociedades caracterizadas por la solidaridad mecánica suelen parecerse en lo que respecta a las tareas que realizan, por lo que hay mayores posibilidades de que compitan entre sí, mientras que en las sociedades caracterizadas por la solidaridad orgánica la diferenciación facilita la cooperación entre las personas y permite que puedan apoyarse en una misma base de recursos (Bencomo, 2008: 41).
Los teóricos del siglo xix consideraron su contexto como punto de partida para medir la realidad y los procesos históricos y materiales que determinan, en este caso, el sentido y la función del trabajo. Por ello, cuando revisamos la obra de Max Weber (2012), La ética protestante y el espíritu del capitalismo, encontramos que, para diferenciar los procesos de acumulación capitalista en el horizonte europeo, el punto de arranque de su análisis son, de manera innovadora, los principios axiológicos de una ética como la protestante. Con ello cimentó su perspectiva en un enfoque económico y pretendió brindar a sus lectores un sentido filosófico de los procesos de acumulación que distinguieron a potencias económicas como Alemania, Inglaterra y Estados Unidos.
Así, la obra de Weber nos permite acercarnos a las diferencias en los procesos de acumulación en el Occidente capitalista. Los autores mencionados son útiles para comprender el horizonte productivo del sistema capitalista. Para adentrarnos a fondo en las problemáticas y especificidades del trabajo en el mundo indígena, es necesaria, como proponemos aquí, la revisión de autores que nos permitan aproximarnos a sus complejidades y particularidades en un contexto en que las relaciones de intercambio y producción obedecen a una dinámica no necesariamente determinada por el orden económico occidental.
Por último, para acercarnos a la noción de pueblos denominados originarios o indígenas, podríamos destacar la existencia determinante de procesos de transformación de los elementos naturales como productos de un mundo social que plantea una relación más compleja y no determinada únicamente por la esfera económica. En este sentido, la propuesta de Hanna Arendt sobre las implicaciones del trabajo problematiza de forma no sólo económica, sino también cultural e inmaterial, las relaciones que la transformación de la naturaleza guarda con respecto al trabajo. La autora distingue tres esferas:
Labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida. La condición humana de labor es la misma vida. Trabajo es la actividad que corresponde a lo no natural de la existencia del hombre, que no está inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad queda compensada por dicho ciclo. El trabajo proporciona un “artificial” mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales. Dentro de sus límites se alberga cada una de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas. La condición humana del trabajo es la mundianidad. La acción, única actividad que se da entre los hombres sin la mediación de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten en el mundo (Arendt, 1993: 21-22).
En el marco de esta reflexión, se debe destacar un elemento de importancia en el contexto del trabajo en el mundo indígena: la relación ser humano-naturaleza; ésta parte de un principio de determinación espacio-temporal y está fuertemente caracterizada por el nicho ecológico. En nuestra experiencia encontramos la supervivencia de prácticas y modos de vida determinados por principios muchas veces ajenos a los principios de lucro, acumulación o ganancia, etcétera.
En tal sentido, desde su inicio, la antropología abrió un debate de suma importancia en contra de la normalización del trabajo asalariado como única forma válida del trabajo. Al respecto, la etnografía realizada por Bronislaw Malinowski (1986) en las Islas Trobriand descartó la imagen del “hombre económico” en busca del beneficio racionalista y propuso que entre los nativos existe una racionalidad del trabajo no ligada al afán de acumulación:
El primitivo trobriandés nos proporciona el ejemplo idóneo para contradecir tan falaz teoría. Trabaja movido por motivaciones bien complejas, de orden social y tradicional, y persigue fines que no van encaminados a satisfacer las necesidades inmediatas ni a lograr propósitos utilitarios. En efecto, hemos visto en primer lugar que el trabajo no se realiza bajo el principio del mínimo esfuerzo. Por el contrario, mucho tiempo y energías se dedican a esfuerzos del todo innecesarios —entiéndase bien, desde un punto de vista utilitario. Dichode otra forma, trabajo y esfuerzo, en vez de representar simples medios encaminados a un fin, constituyen un fin en sí mismos (Malinowski, 1986: 74).
El análisis del autor hace evidente la existencia de competitividad entre los hortelanos trobriandeses. No obstante, su eficiencia se traducía en el prestigio de estos individuos y los productos obtenidos se canalizaban directamente hacia los parentescos, con lo cual el trabajo adquiriría un significado muy diferente a la racionalidad utilitaria:
lo más importante es destacar que todo o casi todo el fruto del trabajo personal, y por supuesto el excedente que haya podido obtenerse con el esfuerzo suplementario, no se destina al propio individuo, sino a sus parientes políticos. Sin entrar en detalles sobre el sistema de distribución de la cosecha —cuya sociología, bastante compleja, requiere un estudio preliminar sobre el sistema trobriandés de parentesco y las concepciones que entraña— se puede decir que cerca de tres cuartas partes de la cosecha de un individuo se destinan, de una parte, al jefe como tributo y, de otra, al marido y la familia de la hermana (o de la madre) por obligación (Malinowski, 1986: 75).
El punto de vista de Malinowski, como postulado común de la antropología que se propone relativizar la visión moderna de la economía, nos sirve de guía para pensar las formas alternas del trabajo que, pese a su inclusión en el sistema capitalista globalizado, pueden ser motivadas por afanes que trascienden la acumulación. En este sentido, existen otros valores que promueven el flujo de los trabajos, como la reciprocidad, el apoyo mutuo, la compartencia, etcétera.
Siguiendo lo propuesto por Malinowski, y en relación con las formas no económicas que incentivan al trabajo, habría que tener en cuenta la vinculación del territorio con lo simbólico afectivo dentro de un espacio específico en el que muchas veces la frontera de lo social (lúdico y convivencial) se mezcla, partiendo así la esencia de lo que para Occidente o el mundo moderno se entiende como el esfuerzo de realizar una labor para obtener un beneficio, es decir, trabajo asalariado. La región andina, cuya historia del trabajo agrícola es centenaria, puede representar un claro ejemplo de trabajo, territorio, convivencia y comunidad.
El trabajo y el territorio para los pueblos indígenas de los Andes
Para la compresión del trabajo y la territorialidad de los pueblos andinos, el ayllu, como concepto central, tiene fundamental importancia. Este pensamiento territorial, que engloba la vida de los pueblos indígenas andinos, posee un carácter polisémico, que refiere a una unidad básica de parentesco en esta región. A su vez, incorpora las filosofías comunitarias que representan sus particularidades de gobernación interna rotativa (muyu). Asimismo, esto constituye (o bien constituía) una red de interdependencia comunitaria de producción entre los diversos pisos ecológicos; John Murra la ha descrito como “archipiélagos verticales” para describir su mecanismo de producción como “doble domicilio” (Murra, 1975).
La práctica de tener distintos domicilios en las comunidades pertenecientes al mismo ayllu era común en el pasado y generaba la posibilidad de obtener productos agrícolas más diversificados, puesto que el clima de cada piso ecológico permite diversas actividades de producción para el sustento de estos pueblos. Tras la conquista de América, los ayllus experimentaron constantes transformaciones hasta la actualidad, por lo cual se comprende que la actual representación no es de ninguna manera idéntica a su forma original (Guzmán, 2011).
Dentro de los ayllus existen los “cargos” como mecanismo político del manejo territorial de las comunidades. Generalmente, la tenencia de la tierra en los ayllus del Altiplano boliviano se diferencia en tres tipos; la sayaña, la aynuqa y la tierra de pastoreo (patrón tripartito). La sayaña es la propiedad “individual” para la explotación familiar exclusiva; la aynuqa, al igual que la sayaña, es un espacio gestionado para el cultivo, pero en este caso se encuentra sujeto al consenso tomado previamente de manera colectiva (Viaña, 2017: 104). Mientras la sayaña es un conjunto de parcelas destinado sobre todo al cultivo para la subsistencia familiar, la aynuqa debe entenderse como un sistema complejo de explotación cíclica por turnos (descanso y rotación de cultivo), que opera bajo el consenso de la asamblea comunal. En términos semióticos, la palabra aynuqa se divide en la raíz ayni y el sufijo nuqa, que significa la repetición de una acción o localización, constituyendo la palabra en conjunto como el lugar del ayni (Rivière, 1994: 95).
El sistema de autoridades originarias tiene carácter no remunerado y es obligatorio, de manera de garantizar derechos comunales a los comuneros, por ejemplo, el acceso a la tierra. Además, supone el sacrificio temporal y económico inherente al cargo, que significa una carga de responsabilidad para los sujetos comunitarios de los ayllus, al mismo tiempo que constituye una fuente de prestigio y estatus político, que se adquieren por cumplir los trabajos asignados (Ticona, 2003). Dentro de los ayllus los trabajos se organizan de diversas formas. Cabe señalar la importancia del ayni o la faena (phayna), las instituciones básicas del trabajo recíproco en los Andes. Asimismo, en la práctica de los apoyos mutuos aymaras se identifican varios servicios recíprocos, por ejemplo, yanapa (don puro), ayni (reciprocidad equilibrada), mink’a (trabajo colectivo que no busca la equivalencia exacta como ayni), sataqa (prestación de surcos), waki (don de semillas), etc. (Albó, 2010: 33-35).
Según el aporte de Junko Seto (2016: 86), en la actualidad el ayni adopta dos formas: el ayni laboral y el ayni festivo. El primero consiste en el servicio práctico de prestar la fuerza laboral en el campo y en la construcción de casas, mientras que el segundo hace referencia a los obsequios entregados en las festividades. En algunos casos, el ayni laboral no implica la devolución del favor recibido, convirtiéndose en el denominado cariño (yanapa o don puro), que no exige la devolución del servicio prestado. El ayni festivo, por otro lado, “se define desde el principio y sus dones son contabilizados uno por uno” (Seto, 2016: 86). Sin embargo, pese a la diferencia marcada entre el ayni laboral y el ayni festivo, la red de regalos simbólicos en la fiesta da cuenta del prestigio real del donatario, expresando otro sentido de la riqueza acumulativa, puesto que los participantes al ayni festivo construyen, a su vez, la red de ayuda mutua laboral. En el momento del trabajo agrícola, este tejido social funciona como “bien” para una persona, convirtiéndose en la mano de obra auxiliar que puede pedir el favor como una suerte de “banco” de confianza.
Así, los aynis implican protagonismo en diversos momentos del ciclo de vida de los pueblos indígenas del Altiplano de Bolivia, lo que culmina cundo ocurre la muerte de los sujetos integrantes de los ayllus. Como menciona Julio Álvarez (2012):
Las prestaciones de ayni pasan por muchos estadios de la vida social aymara y concluirán con el fallecimiento de un miembro del ayllu; en esta ocasión, los gestos de reciprocidad generalizada movilizan a todo el conglomerado humano, que muchas veces abarca otras comunidades, producto de las filiaciones matrimoniales consumadas. Se puede observar que no existe una sola pareja que vaya con las manos vacías; todos llevan algún bien principalmente consistente en alimentos, que son estocados en una despensa para cubrir todos los rituales, desde el velorio, el entierro, el lavatorio, el quemado de ropa, hasta la misa de ocho días. Pero si el difunto o sus allegados cercanos no han generado aynis adecuadamente, como consecuencia no cosecharán mucho o quizá nada (Álvarez, 2012: 166-167).
Además del ayni, existe una forma de trabajo colectivo “no remunerado” de participación obligatoria denominada mink’a (también conocida como minca o minga). En la época del Tawantinsuyu, la mink’a era el motor principal que sustentaba la construcción y el mantenimiento de los bienes comunes. Según Altamirano y Bueno:
Con este sistema, la colectividad ejecutaba las obras que beneficiaban al ayllu como un todo: canales de irrigación local, andenes (terrazas de cultivo en las faldas de cerros), puentes, templos, ciudades, locales de preparación de charqui y/o almacenamiento de productos, corrales, cercas, manutención de las huacas y/o almacenamiento de productos, corrales, cercas, manutención de las huacas locales con enterramientos humanos, etc. Este sistema envolvía y obligaba a todos los miembros de la comunidad a trabajar en beneficio de la comunidad o ayllu (Altamirano y Bueno, 2015: 54-55).
La mink’a tenía carácter de trabajo colectivo, con un manejo autonómico dentro del marco territorial de los ayllus, a diferencia de la mita, que era organizada por el Estado incaico. Tras la colonización, esta práctica continuó al interior del ayllu. Sin embargo, con el paso del tiempo, el sentido de este trabajo comunitario ha experimentado transformaciones; en la actualidad, algunas comunidades lo manejan como una forma de trabajo asalariado. Ello responde a que hoy este trabajo colectivo puede ser convocado por la autoridad comunitaria y también por los propios integrantes que requieren apoyos laborales; por tanto, la retribución correspondiente se paga con productos agrícolas o bien con dinero (Mamani, 2002). Pese a que las comunidades hayan experimentado una oleada de modernización en el sentido económico, Bernabé Mamani sintetiza la esencia del trabajo indígena de la siguiente forma:
Es interesante recalcar que la esencia en el trabajo de la agricultura indígena se realiza en función de las necesidades del consumo principalmente que está muy ligado al principio de equilibrio, complementariedad económica y no de acumulación, ni exclusión al prójimo. Es decir, en la lógica aymara la economía gira en función del ser social y humano, y no el tener, lo que en la sociedad moderna la persona vela por lo que tiene y no por lo que es (2002: 128).
Este aspecto social del trabajo muchas veces es ignorado en los trabajos asalariados, en los que la acumulación mercantil capitalista es el único objetivo utilitarista que dinamiza el intercambio entre los seres humanos. En este sentido, como muestra el caso del apthapi (reunión de alimentos), donde todos comparten coca, alcohol y comida, aportando sus alimentos al centro de la reunión, podría decirse que en los Andes la sociabilidad se constituye por el acto de compartir el fruto de los trabajos realizados de antemano, contradiciendo en la praxis la tesis del “hombre moderno”. Consideramos que esta forma de compartir los bienes obtenidos a partir del trabajo tiene estrecho vínculo con el concepto de “comunismo de base” de David Graeber, puesto que los comuneros aportan y consumen siguiendo el principio de “cada cual, según sus posibilidades, a cada cual según sus necesidades” (Graeber, 2012: 128).
Las prácticas que determinan la concreción de una actividad específica en torno al trabajo están encaminadas a favorecer la estabilidad comunitaria; con ello, los frutos del trabajo se transforman en bienes que, al ser socializados, se vuelven un medio que garantiza la comunalidad y no en el fin último de la vida, como ocurre en el mundo moderno, en el que el principio de acumulación prevalece como la prioridad económica mayor.
El territorio, en su acepción ampliada, es decir, en su reproducción social antrópica, se reproduce en los elementos de la figura Chakana (figura 1), mismos que circulan en torno al ayllu como comunidad social y productiva, pero también como enlace comunitario.
El trabajo y el territorio para los pueblos amazónicos
Dos elementos enlazan los mundos andino y amazónico: la compartencia y la reciprocidad. Éstas tienen una de sus expresiones más estructuradas en la actividad productiva, es decir, en el trabajo y el valor del espacio de vida (territorio) en que se da esta interacción. Cuando pensamos en la territorialidad de los pueblos amazónicos, se debe tomar en cuenta una dimensión socioespacial mucho más amplia que la que podría considerarse en los espacios rurales convencionales, como los del mundo andino. Para el entendimiento de la región amazónica, es necesario considerar, sin duda, la diversidad y amplitud de las formas de vida allí presentes, ya que entre sus habitantes coexisten muchos tipos de organización y modos de ser; se identifica una amplia diversidad de poblaciones que van desde las tribus y pueblos indios hasta los pueblos de negros (quilombolas o palenques), cuya presencia en el territorio posee, en algunos casos, una historia centenaria.
Para efectos de este capítulo, hemos decidido tomar en cuenta a los pueblos indígenas cuyas dinámicas de vida son esencialmente ribereñas y en los que la compartencia y la reciprocidad tienen lugar en espacios comunes de trabajo, por ejemplo, en la pesca, la caza y la recolección. Esto es posible por las formas de organización comunitaria existentes en algunos pueblos indígenas amazónicos, cuya razón de ser y estar en el mundo se corresponde con sistemas de valores que, en el caso de esta investigación, sintetizaríamos como un ethos amazónico particular. La diversidad de formas de vida y organización y, por tanto, las formas de articularse socialmente entre los pueblos amazónicos, posibilitan el intercambio de conocimientos y de técnicas que han permitido, entre otras cosas, el desarrollo de algunas hortalizas que enriquecieron la dieta de estos pueblos.
Tomando en consideración estos elementos, el espacio que ocupa el territorio amazónico y la relación que sus habitantes originarios mantienen con él representa un esfuerzo de construcciones sociohistóricas, donde la relación ser humano-naturaleza se desarrolla de manera extensa. Esto implica pensar que toda modificación (trabajo del espacio) da cuenta de la historia de interacción entre los seres humanos y la naturaleza que permitió el asentamiento y el florecimiento de poblados en el interior de la selva. La relación ser humano-naturaleza supone pensar en una conexión más estrecha con el territorio y los elementos que lo componen; los pueblos indígenas de la Amazonía son el resultado de una relación estrecha con su espacio vital. En este sentido, el territorio define a los pueblos indígenas de la Amazonía, a la par que éstos agregan el componente antrópico al espacio. Al respecto, Philippe Descola destaca:
Es cierto que, actualmente, la idea de que esta región sería la última y la más vasta selva tropical virgen existente sobre la faz de la Tierra ha sido, en gran medida, batida en brecha por los trabajos de ecología histórica. La abundancia de los suelos antropogénicos y su asociación con bosques de palmeras y de frutales silvestres sugieren que, en esta región, la distribución de los tipos de selva y de vegetación es, en parte, la resultante de varios milenios de ocupación por poblaciones cuya presencia recurrente en los mismos lugares ha modificado el paisaje vegetal. Estas concentraciones artificiales de ciertos recursos vegetales habrían influido en la distribución y la demografía de las especies animales que se alimentan de ellos, a pesar de que la naturaleza amazónica es realmente muy poco natural, ya que puede considerarse como el producto cultural de una manipulación muy antigua de la fauna y de la flora. Aunque invisibles para un observador no advertido, las consecuencias de esta antropización están lejos de ser despreciables, especialmente en lo que se refiere al índice de biodiversidad, más alto en los sectores de selva antropogénicos que en los de selva no modificada por el hombre (1998: 220).
Si tenemos en cuenta el valor de la presencia humana en los espacios de naturaleza (prístina), podemos partir de que la modificación del ambiente realizada por los nativos amazónicos implica una forma de apropiación del espacio en la que el trabajo es parte de un esquema de subsistencia que no fragmenta el territorio en espacios de socialización, vida, vivienda, etc. Esto puede apreciarse en las formas en que se distribuyen las viviendas alrededor de un espacio inexorablemente comunitario (malocas, “casa comunal ancestral”).
La ocupación del territorio por los distintos grupos originarios de la Amazonía responde a su muy desarrollada capacidad adaptativa y a su convivencia más o menos armónica con éste. En este aspecto particular, tenemos que considerar que estos grupos, mayormente compuestos por familias ampliadas, se desarrollaron durante su ocupación y dispersión por el territorio. Desde el principio, cuando se produjo su encuentro con los primeros occidentales, se dio una incompatibilidad de formas de vida y de reproducción del trabajo y el territorio. Al encontrarse con los primeros misioneros, éstos intentaron sedentarizarlos; sin embargo, la gran mayoría de los intentos de sedentarización del selvícola fracasaron.
Con el avance hacia el interior del territorio amazónico se desarrollaron múltiples formas que vincularon a los indígenas a labores (productivas) que posibilitaron su masiva explotación en la época del caucho. De ello deriva la relación tensa con las comunidades sobrevivientes a esta funesta cruzada “civilizatoria” que, como destaca Marc Civrieux (1980), se remonta a los primeros contactos con los europeos:
La resistencia pasiva del indio al trabajo de estilo importado fue el motivo determinante de enfrentamiento entre indios y conquistadores y uno de los factores principales de los atropellos, rebeliones y genocidios. La cuestión del trabajo explica por qué el indio se resistía a poblar los repartimientos, encomiendas y reducciones, y por qué dedicaba todas sus energías, una vez reducido, a recobrar la libertad para poder atacar a los pueblos de españoles y las misiones desde sus propios refugios en la selva. Otros motivos bien conocidos eran el fanatismo de los invasores, su intolerancia religiosa y cultural, su sed de oro y de riquezas fácilmente adquiridas. Los españoles pretendían descargar enteramente sobre las espaldas de los indios la obligación de trabajar (1980: 107).
La resistencia y la incomprensión de los modos de vida de los nativos de la Amazonía dominada por los españoles generó el mito de que entre los indios existía una resistencia al trabajo casi patológica y de que eran perezosos por naturaleza. Sin embargo, como señala Civrieux, los nativos entienden su relación con el trabajo de forma distinta,:
En su medio ecológico, el indio no escatima esfuerzos ni teme a las tareas agotadoras, siempre que las considere urgentes y satisfagan las necesidades inmediatas de la comunidad. Cuando no existe prisa por realizar una tarea, la aplaza, sencillamente porque su filosofía de subsistencia rechaza las previsiones excesivas. De este modo goza de agradables periodos de ocio que le concede la naturaleza […] Eso bastaría para explicar el fracaso de las tentativas españolas de someter a los Cumanagoto a los horarios rígidos de un trabajo obligatorio y a sacrificar los recreos, a veces considerables, que la tradición tribal dedicaba a charlas, juegos y esparcimiento colectivo (1980: 108).
Sin embargo, apelando a la cercanía y la empatía, los colonos consiguieron incorporar, poco a poco, a las colectividades de nativos amazónicos, sobre todo en el siglo xix. Primero, de manera “pacífica”, empleando engaños a través de los compadrazgos, y luego, mediante el enganche. Esto derivó en trabajos esclavistas e innumerables abusos durante la época del caucho, los cuales extinguieron a grupos étnicos completos. En este sentido, asimilamos lo que significó para el indio amazónico —esencialmente nómada— el encierro y la violencia que representaron los siringales, desde la cuenca del Putumayo hasta Manaos y Pará. Los impactos provocados en los indios amazónicos por la fractura de la organización comunitaria experimentada, la esclavitud y su cruel ejecución, persisten hasta nuestros días.
Para el indio, el trabajo es un concepto complejo y diferente, debido a la intrínseca relación que guarda la espacialidad del territorio amplísimo con una dinámica en la que las fronteras de la sociabilidad se entrelazan con las actividades productivas y los espacios lúdicos y rituales. Al respecto, siguiendo a José Martins Catharino (1995), se da la predominancia del trabajo colectivo tribal interno —lo individual constituye una excepción, es consecuencia necesaria natural y social—. El trinomio indio-trabajo-tribu más que tres elementos interrelacionados sugiere una cuestión fundamental sobre la interrelación entre el ser y el existir en una realidad social: si la complejidad de ésta, cada vez más intrincada, causó la del tejido cerebral o si es lo contrario.
Catharino señala que hay un nexo de causalidad entre ambas complejidades. Por eso la simplicidad del indio, de su vivir y convivir —no simplismo ni primarismo— es recíprocamente correlación con el medio físico y social que lo envuelve e involucra. Factores importantes de esa evidente correlación, en función del trabajo, son, sin duda, la posesión o la propiedad de los medios de producción, de las cosas —no mercancías— necesarias y útiles. Factores éstos, de todos los tiempos y espacios sociales, de los que dependía la real libertad del trabajo, como su realización individual y colectiva (Catharino, 1995).
Así, el ser comunitario de los nativos amazónicos es un elemento consustancial a sus sociedades y el trabajo representa una actividad necesaria, pero no el fin último de la articulación de lo común. En estos espacios dominan los vínculos (muchas veces familiares) entre los grupos que habitan las riberas de los afluentes de los ríos amazónicos, donde la actividad agrícola es de una escala relativamente menor y las actividades de trabajo de índole social, como la caza, la pesca y la recolección, son parte indisoluble del ejercicio de la comunalidad amazónica y la finalidad del trabajo recae siempre en la compartencia.
En el siguiente esquema (figura 2) se muestra la circulación del esquema de valores y del “ser” en torno a la territorialidad amazónica, como también la interrelación entre las distintas actividades y un territorio amplio y de circulación extensa (nomadismo).
Reflexiones finales
Cuando en marzo de 2020 el mundo comenzó a enfrentar la pandemia de Covid-19, una de las primeras medidas tomadas por las comunidades de la Amazonía fue cerrarse al tránsito, al comercio y al intercambio de mercancías con el exterior y enfrentar, con los recursos que tenían (escasos pero continuos), los meses de aislamiento. En muchas comunidades de la selva amazónica la estrategia permitió mantener la pandemia a raya, hasta que las presiones gubernamentales y la necesidad de otro tipo de insumos hicieron que el virus entrara a las comunidades, golpeándolas fuertemente en algunos casos. La resistencia que los pueblos amazónicos y los de la sierra andina y otras comunidades campesinas pudieron oponer a la pandemia fue posible gracias a sus elevados niveles de autosuficiencia alimentaria y al ejercicio, en algunos casos, de la autonomía comunitaria de facto. Es decir, sin desconectarse del mundo, dejaron de depender de él. Con medios propios y mediante la administración de sus espacios de vida (territorio), pudieron solventar los meses más duros de la pandemia en relativo aislamiento, algo impensable para el mundo urbano.
En la sierra andina, las autoridades comunitarias y el pueblo organizado replicaron esta estrategia de cierre, pues podían mantener un nivel considerable de suficiencia alimentaria. Estas experiencias, que constituyen formas alternativas disímiles en sus procesos históricos y culturales, ponen de manifiesto lo que pueden conseguir al encontrarse marginadas de las dinámicas de la vida moderna y el mercado capitalista en esos momentos extraordinarios. Asimismo, para quienes las viven y reproducen formas legítimas se convierten en un ejercicio de reflexión histórica. Ambas experiencias permiten dimensionar su valor histórico y cultural en un mundo en que las formas de acumulación y de trabajo evidenciaron el egoísmo y el individualismo, que hoy parecen desvanecerse en un escenario en que la pandemia de Covid-19 aparenta quedar atrás.
Una de las reflexiones más importantes en la que hemos coincidido, es que, si existen formas de organización del trabajo para la vida de manera comunitaria, es porque hacen sentido en el mundo moderno. Por ello, por la forma en que valorizan el espacio vital (territorio), sea en el Altiplano boliviano, la puna o las riberas del Amazonas, estas experiencias mantienen abierta la ventana a una realidad paralela al proyecto capitalista actual. Así, el horizonte en el que se vislumbra la comunalidad constituye un ejercicio de resistencia que, en lo material, se afirma en la autosuficiencia y, en lo colectivo, social y político se funda en la autonomía.
Bibliografía
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